lunes, 13 de septiembre de 2010

María Mensajera Nº 355 - Agosto 2010



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LA ORACIÓN DE ALABANZA


“El que ofrece sacrificios de alabanza,

me honra de verdad” (Sal 22, 24)


Cuando el hombre descubre la cantidad de beneficios que ha obtenido de Dios, sólo entonces, surge, desde lo más profundo de su ser, la bendición y el agradecimiento.

Es lo que se conoce con el nombre de oración de alabanza y oración de acción de gracias. Si bien, las dos son parecidas, pues en ambas la finalidad es dar gloria al Señor, la primera de ellas, la oración de alabanza, es teocéntrica, se dirige más a la persona de Dios que a sus dones. Se aproxima a la adoración, ya que canta a Dios porque es Dios, independientemente de las gracias que de Él se reciban.


Alabar a Dios es exaltarlo, magnificarlo, entonar su nombre, reconocer su superioridad única. Esta exultación es propia de los humildes, –de los santos, dice la Escritura– los únicos capaces de comprender y alegrarse por la grandeza del Señor. Éstos, al vivir en trato permanente con el Dios vivo, son vivificados por Él, lo que les lleva a manifestar esta explosión de vida mediante el himno, el canto, e incluso la danza.


En un primer momento, la Sagrada Escritura reservó exclusivamente a Israel la función de alabar, por tratarse del pueblo elegido, beneficiario de la Revelación y, por tanto, único conocedor del Dios verdadero. Sin embargo, poco a poco, la oración de alabanza se fue tiñendo de universalismo y se nos invita a los paganos a ver la gloria y el poder de Yahvé y a unir nuestras voces a las de los israelitas: “¡Alaben al Señor, todas las naciones, glorifíquenlo, todos los pueblos!” –podemos leer en el Salmo 117.

La alabanza es, esencialmente, la misma en ambos casos está dirigida a Dios Padre. No obstante, ahora, se trata de una alabanza cristiana, por estar suscitada por el Misterio de Salvación Revelado: Nuestro Señor Jesucristo.

Dios no necesita que lo alabemos, pues nada le aportamos con ello a Su grandeza. Entonces, ¿qué sentido tiene la alabanza? Dios quiere que lo alabemos porque es la mejor manera de demostrarle que lo amamos, y, ya sabemos que Nuestro Señor es un Dios celoso, mendigo de nuestro amor, que no quiere que antepongamos nada a Él: “Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Graba en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy” (Dt 6, 4-6).


De todas las oraciones de alabanza, la que más ha agradado a Dios es Santa María. La vida de la pequeña de Nazaret fue un continuo cántico de gloria al Creador. Encomendémonos a la Reina del Cielo, para que sepamos vivir como Ella hizo, en constante alabanza, demostrando nuestro amor a Quien se lo debemos todo. ■ María Mensajera Nº 351, Editorial Abril 2010