viernes, 15 de enero de 2010

LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN


Hace dos mil años que se proclamó en el Gólgota, desde la cátedra de la Cruz, la Historia de la Salvación, y nació la Iglesia que, como sucesora de Cristo, es garante del nuevo ser humano, de la paz, de la justicia y del amor al prójimo.

Sin embargo, el balance de los últimos cien años es realmente desalentador. En el siglo XX, o también denominado “réquiem satánico”, se han matado a más hombres que nunca. A este tiempo le corresponden el holocausto y la bomba atómica.

Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, se llegó a creer que habría un tiempo de paz. Sin embargo no fue así, al año 1945 le siguió un periodo de tensiones que desembocó en más guerras. Y actualmente, en el tercer milenio, hay guerra, hambruna, criminalidad, satanismo…, el predominio del mal, que va aumentando en el mundo de manera desenfrenada.

Ante esta cruda realidad, somos muchos los que, en ocasiones, nos planteamos si el cristianismo ha traído realmente la salvación al mundo o si, por el contrario, todo ha sido en balde. La respuesta a esto se encuentra en la libertad y el uso que el ser humano hace de ella.

La Salvación o Redención no ha sido, ni será jamás impuesta al hombre, sino que ha sido confiada a su libertad. A su vez, el mal adquiere poder precisamente a través de esa libertad. Evidentemente, hay formas del mal que presionan al hombre y pueden, incluso, levantar un muro que impida la penetración de Dios en el mundo. Pero Dios no venció al mal en Cristo en el sentido de que ya no pueda poner a prueba nuestra libertad, sino que se ha ofrecido a tomarnos de su mano y a guiarnos, pero todo esto sin obligarnos, sin forzarnos.

Esto no significa que Dios tenga poco poder sobre el mundo, sino que, en cualquier caso, no ha querido ejercer su poder como a nosotros nos habría gustado. Lógicamente, nos podemos hacer la pregunta ¿por qué Dios se muestra tan débil?, ¿por qué reina sólo de ese modo tan extremadamente débil, y acaba en la cruz, como un fracasado? Es evidente que quiere reinar así, ésa es la forma divina del poder. Dominar por imposición, con un poder conseguido con la fuerza y la violencia, no es la forma divina de poder.

Lo que sabemos como cristianos es que el mundo está siempre en Sus manos. Aun cuando el hombre se aleje y dé la espalda a Dios hasta el punto de abocarse en la destrucción, incluso entonces, contamos con Su protección, que acoge a los que lo buscan; pues, a fin de cuentas, el amor siempre es más fuerte que el odio.

La subsistencia del mundo está
vinculada a la subsistencia de la Iglesia

El cristianismo ha sido siempre una fuerza de amor. Sólo gracias al cristianismo surgió la atención a los enfermos y la protección a los más débiles. Gracias al cristianismo se extendió el respeto a los hombres en cualquier situación. Es interesante saber, por ejemplo, que, cuando el emperador Constantino reconoció el cristianismo, se sintió obligado, desde el primer momento, a introducir cambios en las leyes dominicales de modo que fuese fiesta para todos y a preocuparse de que los esclavos también pudieran disfrutar de algunos derechos.

O el ejemplo de Atanasio –gran obispo alejandrino del siglo IV –que describía cómo en su tiempo las diferentes razas se enfrentaban entre ellas con violencia hasta que, finalmente, los cristianos les inspiraron sentimientos de paz. Estas cosas no son sólo fruto de la estructura de un sistema político. Pueden suceder todavía, como vemos hoy.

El Cardenal Newman dijo a propósito del mensaje que la Iglesia trae al mundo: “Sólo porque estamos nosotros los cristianos, porque hay una red internacional de comunidades cristianas que se extiende por toda la Tierra, se detiene la caída del mundo. La subsistencia del mundo está vinculada a la subsistencia de la Iglesia. Si la Iglesia enferma, el mundo lanzará un lamento sobre sí mismo”.

Esta formulación tal vez resulte demasiado drástica, y, sin embargo, la Historia de las dos grandes dictaduras ateas del pasado siglo XX –nacionalsocialismo y comunismo –ha demostrado que, cuando faltan la fuerza de la Iglesia y el empuje de la fe, el mundo salta en pedazos. Cuando el hombre se aparta de la fe, los horrores del paganismo se presentan de nuevo con reforzada potencia.

Ahora podemos decir, basados en la certeza de la experiencia, que, si desaparecieran las fuerzas contrarias al mal, se produciría un enorme cataclismo; si se arrancara de cuajo la autoridad moral que representa la fe cristiana, la humanidad se encontraría como un gran barco después de chocar contra un iceberg, dando bandazos y en grave peligro para la supervivencia de la humanidad. ■