miércoles, 21 de octubre de 2009

LA CIVILIZACION DEL AMOR Y DE LA VIDA


Podemos decir, sin duda alguna, que el hombre del siglo XXI ha alcanzado cotas de desarrollo y progreso insospechadas. Algunas conquistas estupendas, no obstante, pueden, acabar siendo catastróficas… como ya ocurrió con el descubrimiento de la energía nuclear, que en breve desembocó en el bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial.

Esto nos alecciona. El progreso es bueno en sí, pero ello no basta. Hemos de considerar cuál es su finalidad, si para mejorar al ser humano o para destruirlo.

Por eso es necesario que nos paremos a pensar si estos logros y conquistas, hasta hace poco impensables, han mejorado nuestra vida. Y no sólo la nuestra –que podemos ser unos privilegiados –sino la de todos. ¿Podemos realmente decir que la vida humana es hoy más digna que hace cincuenta años, o que hace cien, por ejemplo? ¿Vivimos actualmente más en armonía con nosotros mismos? ¿Se respeta la vida de todos los hombres y sus derechos básicos, más que antaño?

La cruda realidad es que el mundo occidental, que se autoproclama culto, desarrollado, velador del hombre y de sus derechos fundamentales, se ha instalado en una gravísima contradicción en su postura a favor de la vida humana, pues ha ladeado sin ningún tipo de miramiento, la vida de los más indefensos y vulnerables: me refiero a la vida de los concebidos, pero todavía no nacidos.

El embrión es un ser humano, una verdadera vida humana, eso sí, sin haber nacido aún. Es un ser –fruto de la concepción, por la unión de los gametos masculino y femenino –que se dirige al alumbramiento, es decir al parto. Ésta es su finalidad propia. Por tanto, se trata de un verdadero ser humano. Uno de los nuestros, podemos decir con todo rigor…

Evidentemente, por estar encerrado en el claustro materno, su vida no ha alcanzado el desarrollo pleno. Pero, de entrada, hemos de reconocer que es vida humana, una persona, y que, como tal, tiene derecho a desarrollarse, para nacer y desplegar toda su potencialidad. Por ello, se ha de reconocer su dignidad personal y sus derechos propios inviolables.

La Ciencia ha dejado a un lado los valores morales y éticos contando con “el filón” de los embriones humanos para satisfacer sus ansias de investigación

Desafortunadamente, la realidad deja mucho que desear. A partir de las nuevas técnicas de reproducción humana artificial, se destruyen –y que nadie se sonroje por ello –innumerables vidas en laboratorios. El motivo fundamental de esto es que la Ciencia ha dejado a un lado los valores morales y éticos, dando primacía a la eficiencia, a lo que es práctico y útil, dando lugar a la Nueva Genética que, contando con “el filón” de los embriones humanos –que no gritan ni arman alboroto –son considerados instrumentos útiles para satisfacer sus ansias de investigación, y una vez que se ha experimentado con ellos, se les da muerte.

Pero claro, reconocer esto es “políticamente incorrecto”… de ahí que se camufle la realidad, afirmando que, propiamente no son vidas humanas, sino un “conglomerado de células” o “preembriones” … o como incluso ha llegado a decir la Ministra de Igualdad, Bibiana Aido, “un feto es un ser vivo, pero no podemos hablar de ser humano”. Todo para poder así disponer de ellos sin ningún incomodo jurídico y moral.

En medio de este caos social y cultural en el que estamos inmersos, prestemos atención a la voz de la Iglesia que, experta en Humanidad, pasará a la Historia –esto ya lo preconizó Juan Pablo II –como la defensora a ultranza de la vida humana en todas sus fases y estadios. Acogiendo sus enseñanzas podremos aspirar a construir la civilización del amor y de la vida. Tomemos pues conciencia de cuanto se está haciendo con el embrión humano, y de quiénes lo hacen. ■

jueves, 6 de agosto de 2009

ALTAS FORMAS DE VIDA

La Iglesia ha llegado muy pronto a la convicción de que ser sacerdote significa renunciar a toda una vida para poder, a través de esta renuncia, dar testimonio de Dios en la sociedad.

El sacerdote renuncia a algo que, para los demás, no sólo es lo más normal, sino lo más importante. Renuncia a formar una familia y a tener una descendencia, para poder vivir con la confianza puesta en su única posesión: Dios mismo. El testimonio que da el sacerdote no es sólo a través de la predicación, sino también a través de toda su existencia, a imitación de Cristo.

Por ello es erróneo pensar que la razón del celibato sea aprovechar el tiempo –como no soy padre de familia, estoy más disponible, –que aunque sea cierto, no sería mas que una visión puramente banal y pragmática. La realidad principal del celibato está ligada a las palabras de Cristo: “Hay algunos que renuncian al matrimonio por el Reino de los Cielos” (Mt 19, 12).

Los tiempos de crisis del celibato coinciden siempre con tiempos de crisis del matrimonio

Evidentemente, el celibato no es un dogma, es una costumbre de vida que, desde muy temprano –a partir del siglo II según las fuentes del Derecho –se fue formando en el interior de la Iglesia por muy buenas razones bíblicas, como ya hemos dicho antes.

El celibato, naturalmente, lleva consigo el riesgo de que haya caídas, puesto que las altas formas de vida humana conllevan también grandes riesgos. La idea generalizada, que se ha ido difundiendo en la actualidad, contra el celibato surge a raíz de ver a muchos sacerdotes que en su interior no están muy de acuerdo con esta forma de vida, y por consiguiente, lo viven hipócritamente, mal, o no lo viven en absoluto, o lo viven angustiados, y dicen que destruye al hombre…

Cuanto menos fe haya, más caídas habrá. Y con eso se consigue que, además, el celibato pierda prestigio y no se le reconozca todo lo que tiene de positivo. Es muy importante saber y tener clara la idea de que los tiempos de crisis del celibato coinciden siempre con tiempos de crisis del matrimonio.
Actualmente, no sólo se ven grietas en el celibato, el matrimonio, como fundamento de nuestra sociedad, cada vez es más frágil. El esfuerzo por vivir realmente bien el matrimonio, tampoco es pequeño. Es decir, que si se aboliera el celibato, pasaríamos, en la práctica, a la separación de matrimonios de sacerdotes, y tendríamos un nuevo problema añadido. La Iglesia Evangélica sabe mucho de eso.

La solución está, en primer lugar, en esforzarnos en aumentar nuestra fe y también tener que tener más cuidado a la hora de hacer la selección de los candidatos al sacerdocio. Lo importante es que uno elija libremente y no diga: “sí quiero ser sacerdote, por ello acepto también esto”, o bien “en el fondo las chicas no me interesan mucho, por lo tanto no será un gran problema”. Éste no es un punto de partida correcto. El que vaya a ingresar en un Seminario tiene que contemplar la fe como la única fuerza en su vida; debe saber que sólo en la fe puede vivir el celibato. Sólo así, el celibato podrá ser el testimonio que edifique a los hombres y además anime a los casados a vivir bien su matrimonio. Ambas instituciones van estrechamente entrelazadas. Cuando una fidelidad no es posible, la otra tampoco lo es; una lealtad conlleva a la otra.

Para la Iglesia, indudablemente, que haya algunos, pocos o muchos, que viven una doble vida es una tragedia. Desgraciadamente, no es la primera vez que ocurre. En la baja Edad Media hubo una situación similar que fue una de las causas que llevaron a la Reforma. Fue un proceso muy doloroso que ahora nos debería hacer reflexionar, pensado también en el sufrimiento de muchos hombres por este motivo. La mayoría de los pastores de la Iglesia están plenamente convencidos de que el verdadero problema es una crisis de fe, y que no se tienen mejores ni más sacerdotes disociando el ministerio y el estado de vida, porque de este modo lo único que se hace es ignorar una crisis de fe, y engañarse con soluciones aparentes. No debemos pensar que si la Iglesia se orientara hacia la disociación entre celibato y sacerdocio, saldría ganando; saldría perdiendo con toda seguridad.

Las dificultades más frecuentes e importantes que hay en la vocación sacerdotal son los propios padres. Ellos tienen otros planes distintos para sus hijos

La cuestión del número de vocaciones al sacerdocio abarca muchos aspectos. Tiene bastante que ver, por ejemplo, con el número de hijos que hay actualmente. Si el promedio de natalidad ahora es de 1,5 hijos por matrimonio, lógicamente, la posibilidad de vocaciones sacerdotales que pueda haber es muy diferente a la que había en otros tiempos, cuando las familias acostumbraban a ser numerosas. Y, por otra parte, en las familias, ahora predominan otras expectativas. Tenemos la experiencia, por ejemplo, de que una de las dificultades más frecuentes e importantes que hay en la vocación sacerdotal son los propios padres. Ellos tienen otros planes distintos para sus hijos. Ése es el primer punto. Y un segundo punto es que el número de cristianos practicantes es mucho menor y, consecuentemente, el número de candidatos también se ha reducido notablemente. No obstante, en proporción al número de hijos y de cristianos que participaban en la Iglesia, el número de vocaciones no se ha reducido tanto. Para ser exactos hay que tener en cuenta esa proporción. Por eso lo primero de todo sería preguntarse “¿hay creyentes?” Y, a continuación, “¿surge de ahí vocaciones de sacerdotes?” ■

viernes, 3 de julio de 2009

LA MISIÓN DE LA IGLESIA

La palabra jerarquía, atendiendo a su etimología, tiene dos significados: poder sagrado y origen sagrado. Cuando nos referimos a la organización que el Señor dio a la Iglesia, entonces su verdadero significado, es el de origen sagrado y no el de poder o dominio como muchas veces se piensa. Entender el sacerdocio, el episcopado o el papado esencialmente como un ejercicio de poder es tergiversarlo y desfigurarlo.

Cuando la Iglesia se vuelve cómoda, pierde credibilidad

Por el Evangelio sabemos que los discípulos discutieron por una cuestión de rango. La tentación de dominio, propia de la juventud, estuvo presente desde el primer momento, y no se puede negar que en todas las épocas está presente esa misma atracción. Pero también, a la vez, está el gesto del Señor que lavó los pies a sus discípulos para prepararlos a compartir la mesa con Él, con el mismo Dios. El Lavatorio nos indica: “esto es sacerdocio, si no os agrada, no sois sacerdotes” O como también dijo a la madre de los Zebedeo “la condición es beber mi propio cáliz”, que es lo mismo que decir: hay que sufrir con Cristo. Si luego estaremos a su derecha o a su izquierda, no lo sabemos. Así que, por lo pronto, lo que sabemos es que ser su discípulo significa acabar junto al Señor compartiendo su mismo destino, lavar los pies a los demás, sufrir junto a Él, pues lo que hace realmente creíble a Cristo, desde un punto de vista puramente humano, es el sufrimiento. Y esto es lo que también hace creíble a la Iglesia. Por eso la Iglesia, cuando tiene mártires y confesores de la fe se hace más digna de crédito; cuando se vuelve cómoda, pierde credibilidad.

San Agustín siempre estaba dispuesto a “perder” su vida en cosas humildes porque sabía que así no la malgastaba

En San Agustín puede apreciarse muy bien esto, siempre estaba ocupado con menudencias, dedicado al lavatorio de pies y dispuesto a “perder” su preciosa vida en cosas humildes, pero sabía que con eso no la malgastaba. Esta sería la auténtica imagen del sacerdote. Cuando se vive así, rectamente, ser sacerdote no puede significar que, a fin, se ha alcanzado un puesto de mando, significa que se ha renunciado a un proyecto de vida para entregarse al servicio de los demás.