lunes, 8 de febrero de 2010

ECOLOGÍA DEL ESPÍRITU




La Tierra es un don precioso del Creador y nosotros somos sus administradores. No obstante, si hacemos balance de los últimos treinta años, podemos comprobar que, según los datos, la supervivencia en ella ha empeorado considerablemente.

A partir de los años ochenta, las catástrofes naturales han ido aumentado en número y gravedad, y lo más llamativo de esto, es que la mayoría de estas hecatombes han sido originadas por el propio ser humano, que amenaza a la Naturaleza, sin ningún tipo de miramiento, arrebatándole su hálito de vida.

De ahí el nacimiento de los actuales movimientos ecologistas, en un intento de concienciar a los gobiernos, empresas y colectivos sociales de la necesidad de mantener el ecosistema.
Y, si bien es cierto, que estas organizaciones no gubernamentales arremeten, con pasión muy comprensible y justificada, contra la contaminación del medio ambiente, por otro lado, consideran que la autocontaminación espiritual del hombre es uno de sus derechos a la libertad.

Mientras se siga defendiendo este concepto falso de libertad –la libertad de destrucción interior y espiritual, –no cambiarán las cosas, porque es evidente que toda la contaminación ambiental exterior que sufrimos es consecuencia y espejo de la corrupción de nuestro interior y, pretender eliminar la podredumbre visible sin prestar la más mínima atención a la espiritual es una total incoherencia.

Nuestro estado interior influye en la Naturaleza

La Naturaleza tiene sus leyes, su equilibrio vital que debemos respetar, si queremos vivir en ella y de ella; pero a su vez, el hombre también tiene las suyas y no puede hacer de sí mismo lo que quiere.
Lo primero es aprender a reconocerse como criaturas, para conservar así la pureza de nuestra dimensión de hijos de Dios. Esto es lo que se puede definir como ecología del espíritu. Si no se entiende este núcleo de la ecología, todo lo demás irá empeorando.

Y aunque el vocablo es relativamente reciente, la idea no es nueva. El capítulo 8 de la Carta a los Romanos ya lo explica claramente. Dice que Adán,o sea, el hombre interiormente contaminado, trata a la Creación como a una esclava y la somete, y que la Creación sometida gime por ello. Hoy en día escuchamos a la Creación gemir como nunca. San Pablo, el Apóstol de los Gentiles, además, añade que la Creación espera la presencia del Hijo de Dios para poder respirar, y que sólo respirará cuando se vea sometida a hombres que sean un reflejo fiel de Dios.

Por ello precisamos un giro, un cambio de orientación, aprendiendo a ponernos límites, de lo contrario acabaremos autodestruyéndonos. Frente al ‘podemos hacer’, está la medida del ‘debemos hacer’ y de lo lícito. Ahí es donde juega un papel fundamental la Iglesia, Madre y Maestra, que enseña al hombre a saber contrarrestar su fuerza física con la correspondiente fuerza moral. Esto, indudablemente, no se obtiene partiendo de un moralismo vacío, sino del vínculo interior con el Dios vivo. Pues la moral tiene vigor únicamente cuando Dios existe como fuerza interior en el ser, y no cuando procede de un puro cálculo personal, que al final siempre es insuficiente.

Siendo conscientes de que somos, antes que nada, imagen de Dios, y respetando el orden de la vida explicado en los Diez Mandamientos, sólo de esta manera podremos hacer frente a uno de los retos del tercer milenio: el ejercicio responsable en la administración de la Creación para poder desarrollar esa alianza entre el hombre y su entorno, que no debe reflejar otra cosa que el amor de Dios. ■

“La Naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla del Creador y de su amor a la Humanidad” (Benedicto XVI, Caritas in Veritate núm 48)