jueves, 6 de agosto de 2009

ALTAS FORMAS DE VIDA

La Iglesia ha llegado muy pronto a la convicción de que ser sacerdote significa renunciar a toda una vida para poder, a través de esta renuncia, dar testimonio de Dios en la sociedad.

El sacerdote renuncia a algo que, para los demás, no sólo es lo más normal, sino lo más importante. Renuncia a formar una familia y a tener una descendencia, para poder vivir con la confianza puesta en su única posesión: Dios mismo. El testimonio que da el sacerdote no es sólo a través de la predicación, sino también a través de toda su existencia, a imitación de Cristo.

Por ello es erróneo pensar que la razón del celibato sea aprovechar el tiempo –como no soy padre de familia, estoy más disponible, –que aunque sea cierto, no sería mas que una visión puramente banal y pragmática. La realidad principal del celibato está ligada a las palabras de Cristo: “Hay algunos que renuncian al matrimonio por el Reino de los Cielos” (Mt 19, 12).

Los tiempos de crisis del celibato coinciden siempre con tiempos de crisis del matrimonio

Evidentemente, el celibato no es un dogma, es una costumbre de vida que, desde muy temprano –a partir del siglo II según las fuentes del Derecho –se fue formando en el interior de la Iglesia por muy buenas razones bíblicas, como ya hemos dicho antes.

El celibato, naturalmente, lleva consigo el riesgo de que haya caídas, puesto que las altas formas de vida humana conllevan también grandes riesgos. La idea generalizada, que se ha ido difundiendo en la actualidad, contra el celibato surge a raíz de ver a muchos sacerdotes que en su interior no están muy de acuerdo con esta forma de vida, y por consiguiente, lo viven hipócritamente, mal, o no lo viven en absoluto, o lo viven angustiados, y dicen que destruye al hombre…

Cuanto menos fe haya, más caídas habrá. Y con eso se consigue que, además, el celibato pierda prestigio y no se le reconozca todo lo que tiene de positivo. Es muy importante saber y tener clara la idea de que los tiempos de crisis del celibato coinciden siempre con tiempos de crisis del matrimonio.
Actualmente, no sólo se ven grietas en el celibato, el matrimonio, como fundamento de nuestra sociedad, cada vez es más frágil. El esfuerzo por vivir realmente bien el matrimonio, tampoco es pequeño. Es decir, que si se aboliera el celibato, pasaríamos, en la práctica, a la separación de matrimonios de sacerdotes, y tendríamos un nuevo problema añadido. La Iglesia Evangélica sabe mucho de eso.

La solución está, en primer lugar, en esforzarnos en aumentar nuestra fe y también tener que tener más cuidado a la hora de hacer la selección de los candidatos al sacerdocio. Lo importante es que uno elija libremente y no diga: “sí quiero ser sacerdote, por ello acepto también esto”, o bien “en el fondo las chicas no me interesan mucho, por lo tanto no será un gran problema”. Éste no es un punto de partida correcto. El que vaya a ingresar en un Seminario tiene que contemplar la fe como la única fuerza en su vida; debe saber que sólo en la fe puede vivir el celibato. Sólo así, el celibato podrá ser el testimonio que edifique a los hombres y además anime a los casados a vivir bien su matrimonio. Ambas instituciones van estrechamente entrelazadas. Cuando una fidelidad no es posible, la otra tampoco lo es; una lealtad conlleva a la otra.

Para la Iglesia, indudablemente, que haya algunos, pocos o muchos, que viven una doble vida es una tragedia. Desgraciadamente, no es la primera vez que ocurre. En la baja Edad Media hubo una situación similar que fue una de las causas que llevaron a la Reforma. Fue un proceso muy doloroso que ahora nos debería hacer reflexionar, pensado también en el sufrimiento de muchos hombres por este motivo. La mayoría de los pastores de la Iglesia están plenamente convencidos de que el verdadero problema es una crisis de fe, y que no se tienen mejores ni más sacerdotes disociando el ministerio y el estado de vida, porque de este modo lo único que se hace es ignorar una crisis de fe, y engañarse con soluciones aparentes. No debemos pensar que si la Iglesia se orientara hacia la disociación entre celibato y sacerdocio, saldría ganando; saldría perdiendo con toda seguridad.

Las dificultades más frecuentes e importantes que hay en la vocación sacerdotal son los propios padres. Ellos tienen otros planes distintos para sus hijos

La cuestión del número de vocaciones al sacerdocio abarca muchos aspectos. Tiene bastante que ver, por ejemplo, con el número de hijos que hay actualmente. Si el promedio de natalidad ahora es de 1,5 hijos por matrimonio, lógicamente, la posibilidad de vocaciones sacerdotales que pueda haber es muy diferente a la que había en otros tiempos, cuando las familias acostumbraban a ser numerosas. Y, por otra parte, en las familias, ahora predominan otras expectativas. Tenemos la experiencia, por ejemplo, de que una de las dificultades más frecuentes e importantes que hay en la vocación sacerdotal son los propios padres. Ellos tienen otros planes distintos para sus hijos. Ése es el primer punto. Y un segundo punto es que el número de cristianos practicantes es mucho menor y, consecuentemente, el número de candidatos también se ha reducido notablemente. No obstante, en proporción al número de hijos y de cristianos que participaban en la Iglesia, el número de vocaciones no se ha reducido tanto. Para ser exactos hay que tener en cuenta esa proporción. Por eso lo primero de todo sería preguntarse “¿hay creyentes?” Y, a continuación, “¿surge de ahí vocaciones de sacerdotes?” ■